"Cuenta la
leyenda que una vez existió una princesa de nombre Melibea. Dicha princesa era
el orgullo de sus padres, poseía una gran belleza acompañada de un gran
intelecto y de un noble corazón.
Ella era
feliz en su castillo junto a sus padres, allí tenía todo lo que pudiera desear. Pero como
era de naturaleza inquieta un día decidió salir a ver que había más allá de los
límites del castillo.
Decidió
emprender esa aventura para ver como era
la vida al otro lado de los muros del castillo. Quería
experimentar todo aquello que en su vida en el castillo tan solo alcanzaba a imaginar.
Se escondió
bajo la capa que le cubría para que nadie la reconociera y de ese modo echar a
perder su aventura antes de que empezara.
Así que no
se lo pensó dos veces, emprendió camino en busca de la tan ansiada aventura que había florecido en su cabeza,como
florecen las flores en primavera.
Se puso en marcha
a través del bosque, no había tiempo que perder. Se sorprendió con la facilidad
que había burlado a los guardias que custodiaban el castillo.
El camino
que había emprendido se le estaba haciendo interminable, aunque caminara a buen
paso. Pero eran tantas las ganas que tenía por conocer ese mundo imaginado que
deseaba con todas sus fuerzas que al fin ese mundo creado en su imaginación se
hiciera realidad, quería verlo con sus propios ojos.
El aire
jugaba con sus rizos, aunque ella no apreciara ese pequeño detalle debido a la
gran excitación por querer llegar cuanto antes a ese nuevo mundo que la estaba
esperando.
Al fin ese
mundo apareció ante ella y con los ojos como platos, lo recibió.
Intentó
serenarse, calmarse para poder ver todo lo que ante ella aparecía y no se le
escapara ningún detalle por pequeño que fuera.
Aunque al
principio ese mundo imaginado, ese que tan solo habitaba en su imaginación
chocó con ese otro mundo, el mundo real.
Pero en este
viaje sus ojos veían por primera vez otra realidad, esa que en su castillo de
cristal no la llegó nunca a alcanzar pero que ahora no solo la rozaba sino que
la tocaba nada más entrar al pueblo.
Melibea
estaba aturdida entre tanto ruido y esa mezcla
de olores que no sabía donde centrar su atención, todo era nuevo para ella.
Quería
empaparse de todos esos recientes estímulos que la asaltaban.
Andaba por
las empedradas calles del pueblo, intentando pasar lo más desapercibida posible
para poder disfrutar de todo lo que sus sentidos percibían.
Ese día tuvo
suerte, era día de mercado era un ir y venir de gente, los mercaderes exponían
sus mejores mercancías con el fin de vender sus productos al mejor precio.
Melibea se
paró en un puesto atraída por ese olor a pan recién hecho, detrás del mostrador
estaba un muchacho que se disponía a atenderla.
Cuando
sucedió algo que cambiaría los acontecimientos venideros.
Unos niños
pequeños al darse cuenta de que Melibea no vestía harapos como ellos, pensaron
que llevaría alguna bolsa con monedas. Cuando se disponían a comprobarlo y como
surgido de la nada, apareció su salvador.
Un muchacho
que ahuyentó a los pequeños ladronzuelos y reprendió a Melibea por su despiste
con la bolsa con las monedas.
Ella se
quedó embelesada con la imagen de aquel apuesto joven que la había rescatado de
aquel trance.
Melibea
quedó todavía un rato aturdida por lo acontecido, pero en su retina quedó
grabada la imagen de su héroe.
Ahora si
podía creer que los príncipes existían que no solo vivían en los cuentos, a
ella la acababa de salvar uno.
Su
particular príncipe la subió a lomos de su caballo y se dirigió a palacio
porque la había reconocido en el primer instante que la vio.
El rey no
paraba de andar de arriba para abajo poseído por el nerviosismo al descubrir
que su niña, su adorada niña había hecho una travesura de tal alcance.
De pronto
las puertas se abrieron y apareció Melibea con su acompañante.
El rey fue
hacia ella para comprobar que estaba bien olvidando por un momento el enfado
que le había provocado su hija.
Melibea
seguía encandilada pero otra vez estaba ahí su héroe para rescatarla de nuevo y
antes de que ella bajara al mundo terrenal, y pudiera articular palabra alguna,
allí estaba él para dar su versión de los hechos. Porque de haber un castigo al
menos sus palabras servirían para que este fuera más leve.
Las palabras
del muchacho surtieron el efecto esperado en el rey, salvándola del tan temido
castigo.
El rey
decidió que la acción del muchacho merecía una recompensa, le propuso que él
mismo la eligiera. El muchacho no tuvo que pensárselo dos veces, le pidió al
rey la mano de su hija.
Se presentó
ante el rey como el príncipe Fabio y le pidió oficialmente la mano de su hija. El
creyó que era justo pago ante su heroicidad. Fabio cumplía con las exigencias
que requería un príncipe de manual, era guapo, ni alto ni bajo, educado, atento….
Con todas
esas virtudes cómo no iba a enamorarse Melibea de su apuesto príncipe.
Ella nunca
creyó en príncipes ni en todas esas almibaradas historias, pero qué diferente
eran las cosas cuando a quien le susurraban bellas palabras de amor al oído era
a ella. Cómo no caer en el hechizo de palabras, caricias y dulces besos.
El amor
llamó a la puerta de la niña Melibea y ella la abrió de par en par para que así
pudiera liberar todo ese amor que le quemaba por dentro, ese amor que sintió
por primera vez y que por ser el primero todo lo inundó.
Al fin llegó
el tan esperado día de la boda, no se recuerda una boda tan bonita como aquella
y nada más acabar la ceremonia emprendieron el viaje hacia el castillo de
Fabio.
Se la llevó
a su palacio lejos de sus padres, lejos de todos y de todo lo que ella quería.
Pero todo estaba empañado por el amor, ese amor que lo cubría todo con una capa
de la más absoluta ceguera.
Melibea
miraba pero no veía nada más que muros de piedra, veía como cada día sus sueños
agonizaban un poco más, como ya nada era como ella había imaginado. Se sentía
como un pájaro en una jaula, cuando ella lo que quería era volar, volar bien
lejos de allí.
Quería ver
todas esas cosas que le quedaban por ver, hacer todas esas cosas que quería
hacer, quería que sus sueños no se murieran. Pero a Fabio poco le importaba que
ella tuviera sueños, que tuviera anhelos.
Cuando
Melibea osaba llevarle la contraria, él se convertía en un dragón, un dragón
que la hacia sentir pequeña, diminuta que la dejaba arrinconada en una esquina del
enorme salón, temblando de miedo. Ese miedo que le daba la fuerza al dragón era
el mismo que a ella la paralizaba, la dejaba sin capacidad de reacción.
El dragón
sabía que dominando ese miedo que le provocaba doblegaba la voluntad de
Melibea. Ella pensó que si no le llevaba la contraria, que si se callaba, que
si hacia todo lo que el dragón quería, el dragón no se despertaría.
De ese modo
Melibea cada vez era menos Melibea y era la Melibea que el dragón quería, dejó
de ser ella misma por ese miedo a despertar al dragón que la aterrorizaba.
Al pasar de
los días ella veía que ese miedo al dragón la convirtió en rehén de su propia
vida. Sobrevivía con el recuerdo de que fuera de esos muros había otra vida,
otra vida donde la gente era feliz, donde te querían tal y como eras.
Se dio
cuenta que los muros del castillo no eran los barrotes que la privaban de su
ansiada libertad, sino que los barrotes de su cárcel eran el miedo, el miedo que le provocaba el
dragón cuando se despertaba de su letargo.
Debía vencer
ese miedo, mirar al dragón a los ojos demostrarle que ya no le tenía miedo, que
su furia ya no tenía efecto sobre ella.
El único
poder del dragón era el miedo que ejercía sobre ella, si Melibea conseguía
dominar ese miedo, podría sacar fuerzas para liberarse de esa condena.
Ya no quería
que la vida se le escapara, no quería dejar ningún sueño sin cumplir, ya no más
gritos, no quería sentir nunca más miedo, no quería que ese miedo fuera su
única compañía. Quería que una sonrisa volviera a asomar a sus labios, que el
sol acariciara su piel, que el viento jugara con sus rizos, quería volver a ser
la niña que un día fue antes de que el maldito dragón le arrebatara hasta la
última gota de felicidad.
Pensó de que
manera librarse del dragón, si huía toda la vida la pasaría huyendo, el miedo
volvería a buscarla para cobrarse su desaire. La única manera era acabando para
siempre con el dragón y como si del más valiente caballero se tratara. Se armó
de una espada y no sé sabe de donde como
transformó todo ese miedo en valor, le nació una fuerza que ella creía que no
tenía.
El dragón se
despertó pero algo había cambiado esta vez, Melibea dudó pero su memoria la
ayudó en ese momento de debilidad, le recordó el momento en que las bellas
palabras de amor se convirtieron en gritos, en cuando los besos ya no sabían a
caramelo sino a hiel.
No se oyó
que dejara de latir ningún corazón porque jamás albergó uno con lo cual de la
herida no brotó sangre alguna sino un líquido negro, oscuro que es como siempre
tuvo el alma, negra.
FIN
Este cuento ilustra la historia de noviazgo que ha vivido mi hija. Ella lo ha leído y se siente muy identificada. Espero que os guste. Mónica
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