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martes, 25 de octubre de 2016

La princesa valiente


"Cuenta la leyenda que una vez existió una princesa de nombre Melibea. Dicha princesa era el orgullo de sus padres, poseía una gran belleza acompañada de un gran intelecto y de un noble corazón.
Ella era feliz en su castillo junto a sus padres, allí tenía todo lo que pudiera desear. Pero como era de naturaleza inquieta un día decidió salir a ver que había más allá de los límites del castillo.
Decidió emprender esa aventura para ver como era  la vida al otro lado de los muros del castillo. Quería experimentar todo aquello que en su vida en el castillo tan solo alcanzaba a imaginar.
Se escondió bajo la capa que le cubría para que nadie la reconociera y de ese modo echar a perder su aventura antes de que empezara.
Así que no se lo pensó dos veces, emprendió camino en busca de la tan ansiada aventura que había florecido en su cabeza,como florecen las flores en primavera.
Se puso en marcha a través del bosque, no había tiempo que perder. Se sorprendió con la facilidad que había burlado a los guardias que custodiaban el castillo.
El camino que había emprendido se le estaba haciendo interminable, aunque caminara a buen paso. Pero eran tantas las ganas que tenía por conocer ese mundo imaginado que deseaba con todas sus fuerzas que al fin ese mundo creado en su imaginación se hiciera realidad, quería verlo con sus propios ojos.
El aire jugaba con sus rizos, aunque ella no apreciara ese pequeño detalle debido a la gran excitación por querer llegar cuanto antes a ese nuevo mundo que la estaba esperando.
Al fin ese mundo apareció ante ella y con los ojos como platos, lo recibió.
Eran tantas emociones que el corazón se le iba a salir del pecho. 
Intentó serenarse, calmarse para poder ver todo lo que ante ella aparecía y no se le escapara ningún detalle por pequeño que fuera.
Aunque al principio ese mundo imaginado, ese que tan solo habitaba en su imaginación chocó con ese otro mundo, el mundo real.
Pero en este viaje sus ojos veían por primera vez otra realidad, esa que en su castillo de cristal no la llegó nunca a alcanzar pero que ahora no solo la rozaba sino que la tocaba nada más entrar al pueblo.
Melibea estaba aturdida entre tanto ruido y esa mezcla  de olores que no sabía donde centrar su atención, todo era nuevo para ella.
Quería empaparse de todos esos recientes estímulos que la asaltaban.
Andaba por las empedradas calles del pueblo, intentando pasar lo más desapercibida posible para poder disfrutar de todo lo que sus sentidos percibían.
Ese día tuvo suerte, era día de mercado era un ir y venir de gente, los mercaderes exponían sus mejores mercancías con el fin de vender sus productos al mejor precio.
Melibea se paró en un puesto atraída por ese olor a pan recién hecho, detrás del mostrador estaba un muchacho que se disponía a atenderla.
Cuando sucedió algo que cambiaría los acontecimientos venideros.
Unos niños pequeños al darse cuenta de que Melibea no vestía harapos como ellos, pensaron que llevaría alguna bolsa con monedas. Cuando se disponían a comprobarlo y como surgido de la nada, apareció su salvador.
Un muchacho que ahuyentó a los pequeños ladronzuelos y reprendió a Melibea por su despiste con la bolsa con las monedas.
Ella se quedó embelesada con la imagen de aquel apuesto joven que la había rescatado de aquel trance.
Melibea quedó todavía un rato aturdida por lo acontecido, pero en su retina quedó grabada la imagen de su héroe.
Ahora si podía creer que los príncipes existían que no solo vivían en los cuentos, a ella la acababa de salvar uno.
Su particular príncipe la subió a lomos de su caballo y se dirigió a palacio porque la había reconocido en el primer instante que la vio.
El rey no paraba de andar de arriba para abajo poseído por el nerviosismo al descubrir que su niña, su adorada niña había hecho una travesura de tal alcance.
De pronto las puertas se abrieron y apareció Melibea con su acompañante.
El rey fue hacia ella para comprobar que estaba bien olvidando por un momento el enfado que le había provocado su hija.
Melibea seguía encandilada pero otra vez estaba ahí su héroe para rescatarla de nuevo y antes de que ella bajara al mundo terrenal, y pudiera articular palabra alguna, allí estaba él para dar su versión de los hechos. Porque de haber un castigo al menos sus palabras servirían para que este fuera más leve.
Las palabras del muchacho surtieron el efecto esperado en el rey, salvándola del tan temido castigo.
El rey decidió que la acción del muchacho merecía una recompensa, le propuso que él mismo la eligiera. El muchacho no tuvo que pensárselo dos veces, le pidió al rey la mano de su hija.
Se presentó ante el rey como el príncipe Fabio y le pidió oficialmente la mano de su hija. El creyó que era justo pago ante su heroicidad. Fabio cumplía con las exigencias que requería un príncipe de manual, era guapo, ni alto ni bajo, educado, atento….
Con todas esas virtudes cómo no iba a enamorarse Melibea de su apuesto príncipe.
Ella nunca creyó en príncipes ni en todas esas almibaradas historias, pero qué diferente eran las cosas cuando a quien le susurraban bellas palabras de amor al oído era a ella. Cómo no caer en el hechizo de palabras, caricias y dulces besos.
El amor llamó a la puerta de la niña Melibea y ella la abrió de par en par para que así pudiera liberar todo ese amor que le quemaba por dentro, ese amor que sintió por primera vez y que por ser el primero todo lo inundó.
Al fin llegó el tan esperado día de la boda, no se recuerda una boda tan bonita como aquella y nada más acabar la ceremonia emprendieron el viaje hacia el castillo de Fabio.
Se la llevó a su palacio lejos de sus padres, lejos de todos y de todo lo que ella quería. Pero todo estaba empañado por el amor, ese amor que lo cubría todo con una capa de la más absoluta ceguera.
Melibea miraba pero no veía nada más que muros de piedra, veía como cada día sus sueños agonizaban un poco más, como ya nada era como ella había imaginado. Se sentía como un pájaro en una jaula, cuando ella lo que quería era volar, volar bien lejos de allí.
Quería ver todas esas cosas que le quedaban por ver, hacer todas esas cosas que quería hacer, quería que sus sueños no se murieran. Pero a Fabio poco le importaba que ella tuviera sueños, que tuviera anhelos.
Cuando Melibea osaba llevarle la contraria, él se convertía en un dragón, un dragón que la hacia sentir pequeña, diminuta que la dejaba arrinconada en una esquina del enorme salón, temblando de miedo. Ese miedo que le daba la fuerza al dragón era el mismo que a ella la paralizaba, la dejaba sin capacidad de reacción.
El dragón sabía que dominando ese miedo que le provocaba doblegaba la voluntad de Melibea. Ella pensó que si no le llevaba la contraria, que si se callaba, que si hacia todo lo que el dragón quería, el dragón no se despertaría.
De ese modo Melibea cada vez era menos Melibea y era la Melibea que el dragón quería, dejó de ser ella misma por ese miedo a despertar al dragón que la aterrorizaba.
Al pasar de los días ella veía que ese miedo al dragón la convirtió en rehén de su propia vida. Sobrevivía con el recuerdo de que fuera de esos muros había otra vida, otra vida donde la gente era feliz, donde te querían tal y como eras.
Se dio cuenta que los muros del castillo no eran los barrotes que la privaban de su ansiada libertad, sino que los barrotes de su cárcel  eran el miedo, el miedo que le provocaba el dragón cuando se despertaba de su letargo.
Debía vencer ese miedo, mirar al dragón a los ojos demostrarle que ya no le tenía miedo, que su furia ya no tenía efecto sobre ella.
El único poder del dragón era el miedo que ejercía sobre ella, si Melibea conseguía dominar ese miedo, podría sacar fuerzas para liberarse de esa condena.
Ya no quería que la vida se le escapara, no quería dejar ningún sueño sin cumplir, ya no más gritos, no quería sentir nunca más miedo, no quería que ese miedo fuera su única compañía. Quería que una sonrisa volviera a asomar a sus labios, que el sol acariciara su piel, que el viento jugara con sus rizos, quería volver a ser la niña que un día fue antes de que el maldito dragón le arrebatara hasta la última gota de felicidad.
Pensó de que manera librarse del dragón, si huía toda la vida la pasaría huyendo, el miedo volvería a buscarla para cobrarse su desaire. La única manera era acabando para siempre con el dragón y como si del más valiente caballero se tratara. Se armó de una espada y no sé sabe de donde  como transformó todo ese miedo en valor, le nació una fuerza que ella creía que no tenía.
El dragón se despertó pero algo había cambiado esta vez, Melibea dudó pero su memoria la ayudó en ese momento de debilidad, le recordó el momento en que las bellas palabras de amor se convirtieron en gritos, en cuando los besos ya no sabían a caramelo sino a hiel.
Esos amargos recuerdos fueron los que le dieron la fuerza para coger la espada, decidió que esos iban a ser los últimos gritos que escuchara. Hundió la afilada hoja de su espada en el corazón del dragón que ante la sorpresa cayó desplomado en el frío suelo.


Dibujo de Melibea

No se oyó que dejara de latir ningún corazón porque jamás albergó uno con lo cual de la herida no brotó sangre alguna sino un líquido negro, oscuro que es como siempre tuvo el alma, negra.
Melibea notó el sabor de su libertad, la sintió como una fina lluvia que acaba calándote hasta los huesos."


Dibujo de Melibea



                                                                                                           FIN


Este cuento ilustra la historia de noviazgo que ha vivido mi hija. Ella lo ha leído y se siente muy identificada. Espero que os guste. Mónica

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